Cuentos Infantiles



CUELLO DURO 
                                                                (Elsa Bornemann)

—¡Aaay! ¡No puedo mover el cuello! -gritó de repente la jirafa Caledonia.
Y era cierto: no podía moverlo ni para un costado ni para el otro; ni hacia adelante ni hacia atrás... Su larguísimo cuello parecía almidonado.
Caledonia se puso a llorar. Sus lágrimas cayeron sobre una flor. Sobre la flor estaba sentada una abejita.
—¡Llueve! -exclamó la abejita. Y miró hacia arriba.
Entonces vio a la jirafa.
—¿Qué te pasa? ¿Por qué estás llorando?
—¡Buaaa! ¡No puedo mover el cuello!
—Quédate tranquila. Iré a buscar a la doctora doña vaca.
Y la abejita salió volando hacia el consultorio de la vaca.
Justo en ese momento, la vaca estaba durmiendo sobre la camilla. Al llegar a su consultorio, la abejita se le paró en la oreja y -Bsss... Bsss... Bsss... —le contó lo que le pasaba a la jirafa.
—-¡Por fin una que se enferma! -dijo la vaca, desperezándose-. Enseguida voy a curarla.
Entonces se puso su delantal y su gorrito blancos y fue a la casa de la jirafa, caminando como sonámbula sobre sus tacos altos.
—Hay que darle masajes —aseguró más tarde, cuando vio a la jirafa—. Pero yo sola no puedo. Necesito ayuda. Su cuello es muy largo.
—Entonces bostezó: -¡Muuuuuuaaa!— y llamó al burrito.
Justo en ese momento, el burrito estaba lavándose los dientes.
Sin tragar el agua del buche debido al apuro, se subió en dos patas arriba de la vaca.
—¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear!
—-Nosotros dos solos no podemos -dijo la vaca.
Entonces, el burrito hizo gárgaras y así llamó al cordero.
Justo en ese momento, el cordero estaba mascando un chicle de pastito.
Casi ahogado por salir corriendo, se subió en dos patas arriba del burrito.
¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear!
—-Nosotros tres solos no podemos -dijo la vaca.
Entonces, el cordero tosió y así llamó al perro.
Justo en ese momento, el perro estaba saboreando su cuarta copa de sidra.
Bebiéndola rapidito, se subió en dos patas arriba del cordero.
¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear!
—-Nosotros cuatro solos no podemos -dijo la vaca.
Entonces, al perro le dio hipo y así llamó a la gata.
Justo en ese momento, la gata estaba oliendo un perfume de pimienta.
Con la nariz llena de cosquillas, se subió en dos patas arriba del perro.
—¡Pero todavía sobraba mucho cuello para masajear!
—-Nosotros cinco solos no podemos -dijo la vaca.
Entonces, la gata estornudó y así llamó a don Conejo.
Justo en ese momento, don conejo estaba jugando a los dados con su coneja y sus conejitos.
Por eso se apareció con la familia entera: su esposa y los veinticuatro hijitos en fila. Y todos ellos se treparon ligerito, saltando de la vaca al burrito, del burrito al cordero, del cordero al perro y del perro a la gata. Después, don Conejo se acomodó en dos patas arriba de la gata.
Y sobre don conejo se acomodó su señora, y más arriba también -uno encima del otro- los veinticuatro conejitos.
—¡Ahora sí que podemos empezar con los masajes! -gritó la vaca-. ¿Están listos muchachos?
—-¡Sí, doctora! -contestaron los treinta animalitos al mismo tiempo.
—-¡A la una... a las dos... y a las tres!
Y todos juntos comenzaron a masajear el cuello de la jirafa Caledonia al compás de una zamba, porque la vaca dijo que la música también era un buen remedio para curar dolores.
Y así fue como -al rato- la jirafa pudo mover su larguísimo cuello otra vez.
—-¡Gracias, amigos! -les dijo contenta-. Ya pueden bajarse todos.
Pero no, señor. Ninguno se movió de su lugar. Les gustaba mucho ser equilibristas.
Y entonces -tal como estaban, uno encima del otro- la vaca los fue llevando a cada uno a su casa.
Claro que los primeros que tuvieron que bajarse fueron los conejitos, para que los demás no perdieran el equilibrio...
Después se bajó la gata; más adelante el perro; luego el cordero y por último el burro.
Y la doctora vaca volvió a su consultorio, caminando muy oronda sobre sus tacos altos. Pero ni bien llegó, se quitó los zapatos, el delantal y el gorrito blancos y se echó a dormir sobre la camilla. ¡Estaba cansadísima!




DESAFÍO MORTAL

                                                (Gustavo Roldán )
-¡Claro que voy a pelear!

-No, don piojo, usted no puede pelear con el puma.

-¿Qué no puedo? ¿Por qué?

-Es una pelea despareja.

-¡Igual voy a pelear y ya mismo!.

El piojo y el puma se enfrentaron. Los piojos de los dos echaban chispas, dispuestos para una pelea a muerte.


Los demás animales los rodeaban en silencio. Ya habían intentado todas las formas de pararlos, pero no había caso.


El puma mostró los dientes. Todos los dientes y los animales dieron un largo paso para atrás.

El puma rugió y largó un zarpazo que hizo volar al piojo y lo estrelló contra un quebracho. El piojo se enderezó y atropelló. Otro zarpazo del puma y el piojo quedó colgado en lo más alto de un algarrobo.

-¡Bueno, basta! –dijo el sapo-. ¡Ya está bien!
-¡Nada de basta! –gritó el sapo bajando a los saltos de rama en rama-.
¡Nada de basta!

y saltó desde el arbol a la oreja del puma y se prendió como garrapata, dispuesto a chuparle hasta la última gota de sangre.

el puma rugió y se pegó un tremendo manotazo en la oreja para aplastar ahí mismo al piojo. Pero el piojo ya no estaba. Había saltado a la otra oreja y lo mordía desesperadamente. Otro manotazo del puma y el piojo casi aprende a volar.

-¿Y si terminamos la pelea? –dijo el elefante dando un paso adelante.

-¡Atrás todos! –gritó el piojo-. ¡Nada de terminar la pelea! –y atropelló a manotazos al aire.

El puma retrocedió sorprendido. No había pensado que ese bichito pudiera pelear con tanta furia.
Habia querido divertirse un poco, pero jamás se le ocurrió que el piojo fuera capaz de llevar las cosas tan lejos.

-¡Vamos, pelee!- gritó el piojo atropellado.

Otro manotazo del puma y el piojo fue a caer arriba del elefante, ahí rebotó y cayó sobre el lomo del tapir.

-¡Lo va a matar! –dijo el oso hormiguero.

-¡Lo va a destrozar con sus garras! –dijo el coatí.

-¡Lo va a morder con sus enormes colmillos! –dijo la iguana.

-¡No podemos dejar que sigan! –dijo el sapo.

-¡Tenemos que hacer algo! –dijo el quirquincho.

-¡Por favor, Don Elefante, usted puede pararlos, haga algo! –pidió la cotorrita verde.

-Bueno bueno –dijo el elefante poniéndose en medio
del piojo y el puma-. ¡Se acabó la pelea!

El puma dio un paso para atrás y dijo:


-Por mí, la terminamos. y les cuento que fue la mejor pelea que tuve en mi vida. Lo felicito, don piojo, estuve mal y pido disculpas.

-Acepto sus disculpas, y también acepto que me estaba ganando. Debo admitir que usted es más fuerte que yo.

Los animales hablaron todos juntos y se preguntaron muchas cosas. En especial se preguntaron por qué había empezado esa pelea tan feroz. Pero ninguno sabía

después se fueron, cada cual por su lado. El elefante, el coatí, el sapo y el piojo se quedaron charlando.
-don piojo –preguntó el sapo-, ¿por qué comenzó todo este lío? ¿se da cuenta en lo que se metió?

-fue demasiado peligroso –dijo el coatí-. el puma es un animal feroz. me hizo temblar todo el tiempo.

-no se preocupe amigo coatí, yo temblaba más todavía –dijo el piojo ¿por qué se pelearon? –pregunto el elefante.

-porque casi me pisa. Pasó sin mirar y casi me pisa.
y cuando yo grité me mostró todos esos dientes que tiene y encima me insultó y me pisó la sombra.

-¡lo insultó! –dijo el sapo-. ¡le piso la sombra! ¿qué le dijo?

-en realidad nada. pero me miro como si me insultara. y movio la pata y casi me pisa otra vez. y de nuevo me piso la sombra. entonces me enojé y lo desafié a pelear.

-pero, don piojo –dijo el elefante-, un piojo no puede pelear con un puma.

-ya sé que no, pero las cosas tienen sus límites. y creo que se estaba pasando de la raya. ¿sabe, don elefante?, a veces los bichos chicos tenemos que defender a muerte la dignidad. si no resistimos, si no defendemos la dignidad, entonces si que estamos listos.
y un buen piojo no puede permitir que le pisen la sombra.

el elefante y el sapo se miraron y dieron un paso para atrás con todo disimulo. no vaya a ser que por ahí, sin darse cuenta, pusieran la pata encima de la sombra del piojo.



¿UN PEQUEÑO GRAN CUENTO O UN GRAN CUENTO PEQUEÑO?

(Silvia Beatriz Zurdo)


Había una vez un gigante que vivía en una gigantesca casa, con altísimos portones y grandes ventanales.

El gigante tenía un perro inmenso que dormía en una gran cucha y comía enormes huesos.

Su extenso jardín lucía frondosos árboles que cada primavera se cubrían de bellas flores multicolores.

Al lado de la casa del gigante vivía un pequeño hombrecito en una diminuta casa con microscópicas ventanas.

El hombrecito tenía un pequeño perro. Su cucha era una miniatura y los huesos que comía eran casi invisibles.

En su mínimo jardín florecía una flor blanca en una pequeña maceta.

El gigante y el hombrecito eran buenos vecinos.

Un día de mucho calor decidieron ir a la playa.

El gigante se puso un gran sombrero y partió en su enorme bicicleta.

El hombrecito decidió ir en su pequeño automóvil. Como era muy veloz, llegó antes que el cansado gigante en su gran bicicleta.

El hombrecito olvidó su sombrilla por eso el gigante le prestó su sombrero enorme para cubrirse del sol.

Luego se bañaron y jugaron en el agua. Varias veces el gigante estuvo a punto de pisar al hombrecito. Por suerte no sucedió ya que el pequeño tenía un silbato que hacía sonar en caso de urgencia.

El gigante hizo un castillo enorme de arena y el hombrecito se paseaba en él.

Después comieron. El gigante un gran pastel de frutas. El hombrecito sólo unas pequeñas frutillas. El gigante bebió en un vaso grande como un balde. El hombrecito en un dedal.

Después de una siesta, caminaron por la playa.

El gigante hacía una sombra muy larga y el hombrecito una muy corta.

Regresaron al atardecer. Al gigante, la tarde se le pasó rápido pero, al hombrecito, demasiado lenta.

Los dos volvían cansados pero muy sonrientes. 

Aunque eran muy diferentes, el gigante y el hombrecito se llevaban de maravilla. Los dos tenían un gran corazón.


MONIGOTE EN LA ARENA

                                                   (Laura Devetach)

La arena estaba tibia y jugaba a cambiar de colores cuando la soplaba el viento. Laurita apoyó la cara sobre un montoncito y le dijo:
—Por ser tan linda y amarilla te voy a dejar un regalo —y con la punta del dedo dibujó un monigote de seda y se fue.
Monigote quedó solo, muy sorprendido. Oyó como cantaban el agua y el viento. Vio las nubes acomodándose una al lado de la otra para formar cuadros pintados. Vio las mariposas azules que cerraban las alas y se ponían a dormir sobre los caracoles.
—Hola —dijo monigote, y su voz sonó como una castañuela de arena.
El agua lo oyó y se puso a mirarlo encantada.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —dijo preocupada y dio dos pasos hacia atrás para no mojarlo—. ¡Qué monigote más lindo, tenemos que cuidarte!
—¿Qué? ¿Es que puede pasarme algo malo? —preguntó monigote tirándose de los botones como hacía cuando se ponía nervioso.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —repitió el agua, y se fue a a avisar a las nubes que había un nuevo amigo pero que se podía borrar.
—Flu flu —cantaron las nubes—, monigote en la arena es cosa que dura poco. Vamos a preguntar a las hojas voladoras cómo podemos cuidarlo.
Monigote seguía tirándose los botones y estaba tan preocupado que ni siquiera probó los caramelitos de flor de durazno que le ofrecieron las hormigas.
—Crucri crucri —cantaron las hojas voladoras—. Monigote en la arena es cosa que dura poco. ¿Qué podemos hacer para que no se borre?
El agua tendió lejos su cama de burbujas para no mojarlo. Las nubes se fueron hasta la esquina para no rozarlo. Las hojas no hicieron ronda. La lluvia no llovió. Las hormigas hicieron otros caminos.
Monigote se sintió solo solo solo.
—No puede ser —decía con su vocecita de castañuela de arena—, todos me quieren pero porque me quieren se van. Así no me gusta.
Hizo "cla cla cla" para llamar a las hojas voladoras.
—No quiero estar solo —les dijo—, no puedo vivir lejos de los demás, con tanto miedo. Soy un monigote de arena. Juguemos, y si me borro, por lo menos me borraré jugando.
—Crucri crucri —dijeron las hojas voladoras sin saber qué hacer.
Pero en eso llegó el viento y armó un remolino.
—¿Un monigote de arena? —silbó con alegría—. Monigote en la arena es cosa que dura poco. Tenemos que hacerlo jugar.
"Cla cla cla", hizo monigote porque el remolino era como una calesita.
Las hojas voladoras se colgaron del viento para dar vueltas.
El agua se acercó tocando su piano de burbujas.
Las nubes bajaron un poquito, enhebradas en rayos de sol.
Monigote jugó y jugó en medio de la ronda dorada, y rió hasta el cielo con su voz de castañuela.
Y mientras se borraba siguió riendo, hasta que toda la arena fue una risa que juega a cambiar de colores cuando la sopla el viento.

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